Durante el cambio que se
produce poco después del paso del invierno a la primavera, -esa frontera de la
luna llena que marca el transcurso de la Semana Santa- estuve bajando a comer a
un chiringuito en la costa que tenía la vocación de querer adentrarse en el mar,
flotar o sujetarse como un palafito,
porque una vez sentado allí dentro, solo se veía agua y espuma, con un oleaje
algo revuelto y desordenado que recibía y a la vez reflejaba una luminosidad casi material, tamizada por unas sencillas esterillas que conseguían
un ambiente protegido del exceso de luz
con una eficacia sencilla y agradable. También pude disfrutar del sabor, -que
siempre mejora fuera de la ciudad y fuera de la prisa- y allí, mezclado con la
naturaleza y con bastante más gente, pude apreciar unas sensaciones placenteras
y flotantes que la naturaleza regala en
algunos enclaves, sobre todo si en estos el ser humano que trabaja o vive,
habita de un modo en el que la naturaleza juegue a su favor y no en su contra.
Al cuerpo le basta un simple chiringuito en los paraísos
naturales, hecho con materiales cercanos y sencillos como la madera de la
viguería del techo o del suelo, las esterillas de caña en las ventanas, o
aquello que queda mano en la naturaleza, y mientras uno se une al alcohol del vino o al sabor fresco del atún rojo, a las ensaladas con marisco y aguacate , al
aceite de oliva o la intensidad tan
vitalista del tomate, uno queda mezclado
con lo que la naturaleza ofrece, comiéndose también color y luz contenida en cada sabor maduro, en cada
sorbo de vino frío de un rosado que me animé
a probar. Supongo que siempre se está a
tiempo para poder descubrir paraísos
naturales y elementales .¿quién no ha podido sentir la plenitud de un sabor
cerca del mar y de sus recuerdos? ¿Quién no ha sentido la plenitud de una
canción o de la vida misma? Sombra del paraíso llamaba un poeta a esta tierra (o
a este mar) una vez alejado de ella, ¿o quizá se refería solo a su niñez? Quizá que las dos
cosas juntas. La niñez mezclada con una tierra que fue un paraíso natural.
Las parejas o amigos que
comen y conforman ese ambiente en el que uno se mete- como quien se mete en el
mar- charlan de sus cosas, de sus proyectos, sus impresiones, conviven comparten,
alrededor de la comida, mientras el oleaje que queda fuera, le hace a uno
sentir vivo, inmerso de verdad en algo. ¿Y si el mundo fuera recién creado? ¿y
si nuestras células al igual que los cerezos resucitara en cada primavera? ¿Si el paraíso no estuviera sólo en el pasado
y en la literatura sino en el presente o él futuro también? La vida en el
chiringuito prosperó unos días más. El sábado vino por allí un cantante, que recreaba
canciones del pasado, con una voz y un deje que quedaban bien en el ambiente
flotante, entonando el guantanamera,
guajira… cambiando ligeramente el ritmo y adapatándolo a su modo.
Entonces aunque estuvieses
comiendo en las mesas, no se si británicas o españolas, madrileñas o andaluzas,
la gente instintivamente cantaba a la vida, al vivir, quizá a un sentimiento de
alegría, y se oía alguna mesa entera coreando guantanamera….sin mayor pretensión que cantar, y viajar, con ese revuelo que la
primavera suele traer a la sangre o a las hormonas, celebrando la vida.
Flotar….a la vez que íbamos
perdiendo la gravedad de las cosas. No creo que nadie hablara demasiado en
serio de sus problemas, de modo que el cuerpo, (cada célula) necesitaba su dosis
de bienestar, de integración en el paisaje, de ser y de sur. No sé a qué hora
fue, pues prolongábamos la sobremesa apurando el bienestar sin ninguna prisa ni
consciencia, que sin darnos cuenta el chiringuito había perdido su anclaje al
firme e iba avanzado en el mar, y ahora
veíamos el agua por las dos ventanas, la que daba al sur y la del norte, convirtiéndolo
en una improvisada balsa, mientras las versiones continuaban su curso, con una
voz cadenciosa, indeterminada, algo del acento canario, con dulzura… Una vez
ahí con el mar por los cuatro costados, nos dimos cuenta de que todos éramos
compañeros de viaje. Entonces empezamos a conocernos. A saber unos de otros con
esa magia de los viajes. Los ingleses estaban encantados de romper su
aislamiento ancestral y contactar con nosotros, de saber algo más, de las
historias de nuestras vidas. Y de desconocidos que compartíamos la atmósfera y
los sonidos pasamos a ser conocidos.
Recordé muchos barcos navegando hacia algún lado, los barcos que huyen de algo,
y a la vez con los que sueñan con algo. Me vino a la memoria el Winnipeg entre otros. Y girando lentamente llegamos a
la otra orilla, a la que quedaba enfrente –mar por medio-de nuestro pequeño
paraíso, en donde amarramos aquel
empalizado. Seguíamos en lo mismo, pero ahora veíamos la península desde el sur. El sol nos entraba por nuestras
espaldas. El sabor , el vino, la alegría no mermaron, aunque empezamos a añorar
nuestro punto de origen. Nos instalamos como emigrantes llevados por la deriva
de las cosas, el deje de las canciones, la posposición de todo trabajo. El
descanso o la paz.
Y decidimos volver adonde habíamos partido.
Como siempre, aquel mundo
que habíamos vivido, al igual que la niñez, ya no estaba.
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