Esta foto, de la pareja que
formaron mis abuelos, antes de que el tiempo y la vida nos trajera a cada uno
de nosotros, y antes también de que el tiempo y la vida trajera cada contexto
de la historia y los acontecimientos en los que se desenvolvieron sus vidas,
pertenece a una de esas imágenes que quedan de testimonio de un pasado en el
que uno no estaba y que encierran ya parte del futuro, de lo que fue luego nuestra vida, con
esa magia del blanco y negro potenciada por el blanco galante de un hombre de
mirada a lo lejos y de frente despejada, (como le gustaban los hombres a mi
abuela) y una mujer de rasgos bellos, de pelo y ojos oscuros, de boca fina y
bien dibujada, que mantiene su independencia mientras él la acerca y la protege.
En ellos reconozco a mis
abuelos, idealizados por la juventud y
la ilusión, por el glamour de una época que quizá fue dulce, para nosotros muy
desconocida debido a ese abismo en el tiempo que separó los tiempos en el antes
y después de la guerra. Aquellos años vividos por ellos son mi referencia vital
más cercana en cuanto al pasado del que venimos. Aquello que sabemos que ocurrió
pero que no hemos vivido en el tiempo en que las cosas ocurrieron, pasa a
formar parte de la constante asimilación de lo que fue la historia y también del
conocimiento de la personalidad y la forma de ser de los que nos trajeron al
mundo. Ambas cosas, ocupan siempre una parte de nuestras vidas y a veces viajan
con nosotros sin que sepamos distinguir del todo las fronteras, entre lo que
somos de originales y lo que hay en nosotros de sobrevenido, transmitido, o
configurado por nuestros mayores.
De mi niñez y de ellos, en
mis recuerdos priman la felicidad, el cariño, y la ilusión por verles, con una
cercanía y unos tiempos distintos a los de ahora, seguramente más largos, más
lentos, sin prisa y como si se tratara de fotografías propias de la memoria, les puedo volver a ver
reproduciendo su presencia en salón de
nuestra casa en la comida de un domingo, o cuando pasábamos aquellos largos meses de verano familiares en la casa de Segovia, con aquel
mítico mini ingles de color verde carruaje y con madera en las aristas. La
enorme casa de Segovia (a mi me lo parecía) su aldaba de hierro fundido para
llamar y el original tirador que te abría desde arriba con aquel ingenioso
sistema de poleas; el jardín al fondo del zaguán y la mesa circular que se
dividía en dos mitades chapada con un lamina de cinc y con puntas de clavos a
la madera pintada en verde. Aquellas puertas de madera y la masilla pastosa de
los vidrios de los balcones, la chimenea de hierro, las sábanas frías y el calentador
de camas, la alacena de la cocina en ángulo y las bicicletas ya en desuso de la
infancia de nuestros tíos; aquel mundo unido al mundo también creativo de nuestra
tía abuela Pilar en Madrid, nos proporcionaban unos espacios magníficos para
una imaginación de niño. Visto ahora, aquellos veranos, y aquellos días de la
infancia, fueron muy creativos, con lugares mágicos, incluso con su dosis de misterio, como la
sala que no se podía pasar donde quedaba el cuadro de la calavera y un brasero
en medio como sala noble que solo he visto después en algunos lugares como el
museo romántico de Madrid antes de que lo restauraran. También el destartalado y auténtico taller de
herramientas, al lado de aquel aseo tan parecido a esos dibujos viejos de Antonio
López, que quedaba al lado del patio. Y
esa dosis de miedo, del chiscón que quedaba bajo la escalera, donde alguna que
otra vez fuimos amenazados la verdad que sin demasiada credibilidad ya que
dentro de él lo único que había entre leños de chimenea y polvo, eran cajas de botellas
de champan y de licores sin abrir. Nuestros mayores, todos ellos, nos
proporcionaron una infancia feliz, y con el tiempo creo que la felicidad de nuestras
infancias de alguna manera mitigaron lo que pudiera haber en ellos de pesar o de tristeza.
Con el tiempo ves que
aquella infancia fue un tesoro a la que irremediablemente tienes que decir
adiós, porque comienza otra etapa, en la que aparte de madurar, tienes que dar
una respuesta a aquello de lo que de niño no te corresponde ni saber ni opinar,
al “complicado” mundo de los mayores. Uno es feliz, de niño, inmerso en un mundo que te posibilita la vida
mientras ignoras todo aquello que de la vida aún no te corresponde saber. En
aquella casa si te asomabas a la sala reservada podías sentirte heredero de una
aristocracia oculta y sentir el olor de la cera en la madera antigua, pero
también mezclarte en el taller de cualquier trabajador lleno de herramientas
que disponía mi abuelo. Podías formar parte de un mundo de arte y espíritu, de
cercanía con la cultura y también de un mundo familiar tradicional y con
capacidad de acoger y de reunir del que disponen algunas abuelas alrededor de
la casa y la comida. En aquella infancia luminosa, de los cielos tan nítidos de
Segovia, ignoraba la historia, la guerra, la depuración, la división azul, o la
razón de ser de la enfermedad del tío Miguel Enrique. Por ignorar ignoraba
hasta porque una cosa era bella o dejaba de serla.
En este campo del gusto, algunas
cosas las tengo mezcladas entre el mundo de mi madre y el de mi abuela. En
ocasiones no sabría encontrar la línea divisoria, esas líneas tan precisas con
las que mi abuela pintaba, que eran una suma de líneas rectas, que distinguían
la luz de la sombra hasta dar con el ansiado parecido. Esas líneas que separaban lo bello de lo
terrible, estaban dentro del universo de mi abuela y a los demás nos tocaba
tirar a voleo, un poco a tientas…para acertar y pasar al lugar de los mitos, o
para fallar y pasar al callejón de la vergüenza o el bochorno. Esa línea
divisoria entre lo bello y lo terrible, me tuvo en vilo, hasta que vino la
adolescencia de verdad en la que el ganar o perder la aceptación por suerte va perdiendo peso, sin que en
absoluto eso signifique olvidarse del siempre inabarcable, infinito,
misterioso, complejo y siempre lleno de matices y de luces y de sombras, de
idas y de vueltas, poderoso, y a veces magnético, “mundo materno”
Con ella recuerdo
alguna misa por la Segovia medieval, su
aparador alargado, las sillas de castaño y enea, y los comentarios acerca de si
predicaba bien o mal el cura de San Miguel, con esa placa que había a la salida
y que a mí me llamaba a atención que recordaba que en el atrio de esa iglesia había sido coronada
reina a Isabel la Católica. Luego el ponche segoviano del nono, y los puros
miguelitos en la mecedora con ese humillo
que invadía la sala mientras se quedaba dormido; un televisor pequeño
que la verdad se encendía poco, regalo de la tía Maite; el juego de cartas, que
se usaban más para hacer una torre con ellas, intentando superar la altura una
y otra vez, en la mesa de castaño que revelaba una cierta inclinación del
piso…. o los juegos con el cordel de los pasteles, haciendo una cunita que se
transformaba en veinte cosas; el olor de la cera en las baldosas de barro viejo
del zaguán, o el cartel con los apellidos de ambos "moreno-rexach" tallado en
madera por el tío Luis…En general, todo se aprovechaba para algo más, todo
tenía una segunda vida, un cartón viejo era un soporte para un dibujo, una
madera se reutilizaba para un marco, una tubería para una maceta en el jardín,
mezcladas con ese aire de anticuario y de mezcla de los tiempos que habían ido configurando
aquella casa .
A mi abuelo le recuerdo por
las calles que iban desde Cheste hasta la Plaza Mayor, saludando efusivamente a
sus conocidos y amistades que iban apareciendo a cada paso, haciendo que el
camino fuera largo. Le recuerdo sin prisa, y disfrutando de cada encuentro, con
una humanidad y un tiempo hoy en día seguramente perdidos. Esa humanidad, que
quizá no tenga un reconocimiento explícito, una palabra que lo recoja, lo considero un tesoro familiar.
En muchas ocasiones me he
preguntado, acerca de todo ese miedo pasado, de las largas horas de
incertidumbre, del miedo congelado, y de las tragedias familiares surgidas en
la guerra y después de ella. Casi nunca
nos hablaron de ello, a excepción de nuestra tía abuela Pilar que solía
contarnos algunos detalles que habían impresionado
su memoria. Supongo que la felicidad de
nuestras infancias pudo ser curativa. Volver a ver nuevas bicicletas, los
dibujos infantiles, los disfraces, los trabajos manuales, las meriendas en el
campo en Segovia, los retos de mi abuelo, su interés por volver a montar en
globo, o volver a la montaña, las excursiones, aquel verano en Jávea, las amistades en
Segovia, etc…Yo personalmente añado algún trayecto en el que mi abuelo me llevó
a mis primeros campeonatos de gimnasia. Le recuerdo entusiasta, hablando de
modo natural con el que entonces fue mi primer entrenador en algún pabellón
municipal que haciendo mucha memoria creo que era el de Chamartín.
Por suerte, nuestras
infancias fueron felices y llenas de posibilidades, y con ellas en algo pudo
recompensarse esos duros años vividos de miedo, inseguridad, hambre, dolor, y
tragedia. Los que hemos nacido en los sesenta apenas sabemos de todo eso.
Sabemos más de diversión, abundancia, derroche etc. Solo hace unos años la
crisis económica ha venido a dar inseguridad real, trayendo la posibilidad de
que lo conseguido puede no ser para siempre. Recordar esos años no está de más
y agradecer también a los abuelos, que lo más importante para la vida futura de
una persona –esas infancias libres y a la vez protegidas– nos las
proporcionaron. Hay tantas cosas que nos llegan desde los abuelos que uno no
las valora hasta que detecta que en otros casos no se tienen. La capacidad de
convivencia, la honestidad, la generosidad, la capacidad social … la
providencia que sentía mi abuela. Esa sensación de sentirse acompañado y de que
las cosas vendrán. No siempre se resolvieron a gusto de cada uno de ellos. El
blanco y negro de la foto, la luz y la sombra como algo inseparable nuestra
vida, la dicha y la tragedia, el predominio del blanco de una relación que alrededor
de esos años comienza y que sobrevive a través de los recuerdos, del tiempo, de
la pervivencia de la vida en cada uno de nosotros. Creo que la imagen es de un
viaje, pero a mi me parece que no, que es el descanso de un rodaje, de alguna
película de esas de amor que aparecían en las pantallas de la época, y que mis
abuelos salieron de allí para entremezclarse con el mundo real al que algunos
mitos consiguen llegar cuando escapan de la pantalla y deciden saltar a la
realidad desde su fábrica de sueños.