lunes, 17 de junio de 2013

no lo volveré a hacer más (cuento)

«Fue el verano del 75 en Galicia, en este mismo mar y en otra playa donde yo con 12 años había conocido a Virginia. Era un niño, quizá justo en ese momento tan mágico en el que tienes que decirle adiós a la niñez y hola a otras cosas, como a ese deseo tan típico de querer ser más mayores, a esa sensación irrepetible de que se te quedaran cortas las mangas  del jersey, o el ir comprobando cómo poco a poco ibas llegando a un botón más en los números del ascensor. En ese inolvidable verano yo había conocido a Virginia que era una niña habitual en nuestra pandilla. La veía algunas tardes jugando o cogiendo caracoles en un campo cercano a donde nos alojábamos; también subía a nuestro apartamento las tardes de lluvia, en el que nos juntábamos varios niños con algún juego de aquellos años como el parchís, el natur memory o bien echando un burro con las cartas. A veces coincidíamos en la playa, sobre todo  los días que hacía  bueno en los que disfrutábamos inventando aventuras por las rocas cercanas,  donde ella se movía como pez en el agua;  también recuerdo coincidir alguna vez en la panadería de aquel pueblo donde te podías comprar alguna cosa de las que te hacen ilusión a esa edad como  un chicle de esos planos y alargados que podías ir partiendo, una chocolatina, o cualquier otra golosina de aquellos años. Virginia y yo nos gustábamos, pero éramos niños. Uno casi no es consciente de ese amor, pero nos buscábamos el uno al otro de alguna manera en los juegos, o  detrás de los setos cuando con toda la pandilla jugábamos al  escondite. 

La última tarde de aquel verano, el 30 de Agosto, el día anterior a nuestra marcha, no me quise echar la siesta, y me escapé sin que se enteraran mis padres a un bar que quedaba en la zona alta de la playa, desde la que se contemplaban las olas, la magia de las mareas, la bandera que casi siempre estaba roja. Me metí en aquel bar, que estaba absolutamente vacío con la única intención de escuchar una canción de una máquina que funcionaba con monedas, y de la que podías seleccionar entre veinte o treinta discos de aquel verano. Me metí un poco furtivamente, el camarero medio adormilado y apostado en la barra me miró pero no dijo nada y yo eché mi moneda y miraba hipnotizado como iba a caer  el disco que había seleccionado, con un mecanismo que me tenía fascinado.
En el mismo momento que iba a caer el disco, me llegó una voz desde mi espalda que me dijo “hola”. Me giré, temiendo que alguien iba a regañarme, y no sé qué fue más impactante, porque a quien vi fue a Virginia delante de mí y sola en el mismo momento que comenzaba la balada. Quise hacerme el mayor y nos pusimos a bailar juntos, agarrados levemente el uno al otro durante toda la canción,  mientras el camarero nos miraba sin decir palabra. Casi me da vergüenza decir que la canción que sonaba era “El Jardín Prohibido”, de Sandro Giacobbe que estaba de moda aquel verano, y que a esa edad  ni sabía de qué trataba.  Perdí el sentido del tiempo, en aquel disco que giraba a la vez que nosotros;  mis ojos veían primero el mar y la playa vacía, luego la máquina de discos y luego el camarero medio adormilado en la barra, y así una vuelta detrás de otra sin atreverme demasiado a mirar a los ojos de Virginia. En la última vuelta me miré los pies, las mangas del jersey, el pantalón bermuda, y noté que yo había crecido, y que tenía que decir adiós a la vez a varias cosas, a mi niñez, al verano del 75, y a Virginia,  de la que no volví a saber nada en mi vida, hasta ayer que sin saber que era ella coincidimos en el autobús. »
 
He estado escribiendo esta historia mía con Virginia esta mañana, mientras el grupo y ella se han ido a El Bosque Encantado. He preferido quedarme aquí en el hotel, descansando y escribiendo mis recuerdos. En un rato vendrán, un poco eufóricos de todo lo que han visto, un poco cansados de tanto caminar, y es verdad que me lo he perdido pero no me ha importado quedarme y poder revivir todo esto. Entonces Virginia llega y me pregunta que qué tal, que qué he hecho, y le enseño el relato. Lo recuerda muy bien y me susurra al oído “te hubiera comido a besos” y se marcha a su habitación y me deja ahí solo. En un rato bajaremos con el grupo a cenar en el jardín, bajo una pérgola muy agradable que hay en la parte delantera del hotel, desde la que se ve el mar. No me acabo de creer lo que me está ocurriendo, y me meto en la ducha a ver si me espabilo. Mientras el agua me resbala por el cuerpo, no se me va de la mente eso de “te hubiera comido a besos” que como un caramelo en la boca no quiero que se acabe pronto. Por la ventana solo veo el cielo de una noche luminosa, llena de estrellas y la luna. Me estiro y me agarro por detrás al quicio de arriba de la puerta  y compruebo que todo es real y un sueño a la vez, sin que yo pueda manejar la frontera entre lo uno y otro y con cierta sensación de que no acabo de despertar. Entonces Virginia me da un toque a la puerta, que baje a cenar ya, que están todos abajo.    
La sigo viendo con ese cambio que detecté ayer, cuando ocurrió lo del volcán, con ese cambio que la rejuvenecía de golpe, y del que fui consciente cuando estábamos en el baile de la fiesta local. Ahora soy yo el que veo todo diferente, no sé si habré cambiado por fuera, pero veo todo más luminoso, en una noche muy agradable, donde sólo sentir ese placer de la brisa con su aire húmedo, me resulta un regalo más en esta gratuidad en la que me voy  desplazando.

Por fin bajo y me he sentado a su lado, en un  hueco que me había dejado, y estoy sentado en una mesa con el de la ONG y su pareja mozambiqueña, con el chico que se había recorrido medio mundo, la pareja portuguesa, y con las tres chicas compañeras de trabajo que hacían vida propia en el grupo pero que parece que empiezan a integrarse un poco. Enseguida ha fluido la conversación. La gente es muy agradable, y hay un ambiente de confianza que se va logrando gracias a los detalles  del chico que se había recorrido medio mundo, que tiene una habilidad especial en hacernos sentir a gusto.  Una de las tres amigas del trabajo le  pregunta  que si tiene novia y dice que no, que por el momento prefiere estar sólo, pero que ese tema nunca es fácil para él que viaja tanto. Ha contado un poco algo de su última historia y hábilmente ha devuelto la pregunta al grupo, sugiriendo que contásemos como nos habíamos conocido las parejas que estábamos allí presentes.
Empezó el de la ONG y la mozambiqueña. Se había separado de su esposa hacía años y se puso a trabajar  en Mozambique donde conoció a esta chica. Su esposa estaba siempre de mal humor, un poco amargada de la vida, y él decidió separarse más que nada porque veía que se estaba contagiando de algo que no reconocía como suyo. A ambos les había unido años atrás un deseo de ayudar a los demás, pero con el tiempo esto no era exactamente así, pues en ella podía más una inercia materialista y muy aburguesada, que generaba un punto de reproche constante hacia el de la ONG, por no ser suficientemente hábil para ganar dinero con su constante preocupación por arreglar el mundo y pensar en los otros. El caso es que un día el de la ONG se hartó de esa situación, de que se  pusiera en constante tela de juicio lo que él era  de verdad y rompió  la relación, con cierto escándalo para la familia de origen de ella, que era la principal causa de un conservadurismo que cada día chocaba más con lo más íntimo de su forma de ser. Se fue de colaborador a  Mozambique y allí  conoció a su nueva pareja, siempre sonriente, siempre positiva, con una alegría y una entrega contagiosa. Los vi muy felices.

La pareja portuguesa también nos contó algo, un poco más sosos, pero no estuvo mal. Eran jóvenes, aún sin niños, y se les veía a gusto, pero tampoco enamorados lo que se dice enamorados el uno del otro. Les unía más bien la afición  y sus gustos comunes, la pasión mutua por los viajes, la fotografía  y la aventura.
Luego habló Virginia y nos contó que ella estaba casada pero que quería separarse, y que este viaje significaba mucho para ella  porque era su posibilidad de encontrase consigo misma. Nos explicó que sencillamente se sentía dominada en vez de querida por su marido, y que había perdido toda ilusión, toda capacidad de reconocer en si misma aquella persona que antes había sido.

Luego hable yo y les conté la relación tan fugaz que me unía a Virginia y como nos habíamos conocido muchos años atrás, en ese relato de Galicia con la canción del jardín prohibido. La mozambiqueña no conocía la canción, pero el resto sí. El chico que conocía medio mundo la buscó en el navegador de su móvil, y la puso ahí en medio de la mesa para que la oyera. El comienzo habla por si mismo: “esta noche vengo triste y tengo que decirte que tu mejor amiga ha estado entre mis brazos.” Las chicas que hacían vida propia, no parecían interesarse demasiado, pero si el de la ONG y el chico viajero que me miraban con cierta coña. Entre todos se pusieron a discutir si el chico se merecía  ser perdonado o no por su novia, si mostraba un arrepentimiento real o sencillamente era un jeta que además le echaba la culpa a la amiga por provocarle. Una de las chicas dijo que si a ella una amiga le hace esto  no le vuelve a hablar en su vida. Bueno, ahí los dejé discutiendo, la canción de Giacobbe y mientras decidían si la culpa era de él o de ella, yo aproveché para tomar de la mano a Virginia, y acercarnos hasta la zona delantera del jardín desde la que se veía el mar.
Entonces avanzo unos metros con ella, vemos la luna y las estrellas de un cielo muy despejado, y es como si me hubiese vuelto de pronto el niño que hubo dentro de mí. Ya no le  pregunto que es de su vida, pues me lo comunica con su rostro y sus ojos. Yo la miro, y veo a la vez en ella esa niña del verano que está en mis recuerdos y esa mujer adulta, que ciertamente no se parecen. Es como si ambos nos hubiésemos dejado aquellos niños que llevábamos dentro en el bar de Galicia. Le agradezco tanto que me haya traído ese recuerdo, que ahora lo percibo como actual en mi propia vida. Miro las estrellas, el tiempo, el mar de la isla que debió de cubrirlo todo hace millones de años. Me doy cuenta de que comparado con ese tiempo no hay tanta distancia a nuestra niñez. Es casi como si estuviera al lado. Y ahora Virginia de cerca es un cielo, no me hace falta mucho más rato para saberlo. Me doy cuenta de que siento amor por ella, y por todo. Ella aún tiene un poso de tristeza, y sin embargo su sola presencia me cura de muchas cosas. Los del grupo aún siguen discutiendo lo de la canción,  y entonces yo le tomo de nuevo la mano a Virginia, y ambos sentimos un amor que nos desconcierta, que no sabemos en qué consiste, del que no queremos prometernos nada a excepción de no volver a dejarnos nunca más en nuestras vidas aquellas  ganas de vivir,  esa  curiosidad infinita,  y la bella alegría de nuestra niñez.

domingo, 2 de junio de 2013

en el parque del capricho


A veces los laberintos no son imaginarios, sino muy reales, en algunos tramos de nuestras vidas, en etapas oscuras que damos casi por perdidas.  No encontramos la salida, porque aquello está diseñado para perderse. Eso me ocurrió a mí, una vez caído en desgracia y ya apartado de la corte, debido a mis ideas racionalistas e ilustradas, viendo ahora como la moda y todo se iba impregnando  de esa exaltación del sentimiento con el que no me apaño. Miré aquel romanticismo irredento con ojos de expulsado, quizá de pretendiente torpe al que ya le han dicho varias veces que no y que sin embargo se resiste a rendirse; de alguien  que queda fuera de juego, pudiendo solo asistir como espectador, sin encontrar un oficio posible en la nueva corte. ¿Acaso soy yo la razón que contempla la exaltación de la sinrazón? me pregunté a mí mismo.  No podía participar de aquella fiesta, y sin embargo ya estaba dentro. Invitado por una antigua amistad con el duque, asistí lo más discretamente posible, y en vez de entrar en la sala de baile preferí perderme por los jardines, quedarme un poco fuera y en soledad. Pasé mi mano por el arbusto recortado y vi que era de laurel, corté una hoja para olerla  y perdido, empecé a sentir un temor ridículo e infantil, de desamparo. Conseguí dar con la salida, y me fui hacía la parte alta del parque.   
Llegué al promontorio que queda en el jardín irregular, de traza más bien inglesa, a través de un sendero con una profusión insistente del árbol del amor que en primavera le dan ese tono fucsia vibrante al jardín, destacado de un  fondo de césped   perfecto y británico que me hizo dudar de donde estaba.   En el promontorio en cambio, pude ver un templete  romano, con la diosa  del amor   en medio, y sin mucho que hacer allí  fui consciente del cielo, de un cielo muy hermoso al que miré enmarcado en el   arquitrabe curvo de la cornisa.  Entonces vi que avanzaba el cortejo y la fiesta, seguían llegando comensales, damas, alabarderos, nobles y cortesanos, ellas remarcando las cinturas estrechas con fajines de raso, luciendo sombreros adornados con plumas exageradas, y los hombres siguiendo el juego con unas casacas de terciopelo, con las mangas bordadas  con oro y plata, y con  unos rizos de rulo femenino en el pelo que encontré ridículos y repetidos.  No supe dónde estaba, como si me hubiese perdido de nuevo en el tiempo y la memoria, si en un  campo   próximo a las dependencias y  jardines de un lord británico,  en el palacete de un aristócrata  francés con jardinería de figuras  geométricas, o en una villa romana de exedras y avenidas entre cipreses.  En ningún sitio y en todos a la vez.   Pasé mis dedos por las estrías dóricas de la columna de granito para cerciorarme que no era un sueño,  pude comprobar a lo lejos  el páramo seco de Barajas, y me pareció sencillamente un milagro el jardín donde me hallaba. Me senté en un banco de piedra y me dio por preguntarme si creía o no en el destino.  A lo lejos vi de nuevo el laberinto vegetal, de masas bien tupidas de laurel recortado en setos altos, y desde allí  empezaron a llegarme los primeros compases de la música de Boccherini que salía desde las ventanas abiertas del palacio. Caía la tarde.  Miré la luna, aún sobre un cielo no oscurecido mientras sentía  la belleza de la armonía en mi propio cuerpo.  Una armonía romántica, unos segundos, en los que ya no estás en ningún sitio y en todos.  Sus violines, empezaban a rasgar como quien aparta unos visillos para entrar en otra dimensión. Los compases invitaban a un baile galante, donde sonrisas y miradas flotaban en el aire, elevándolas un poco del suelo. Era como nadar en la belleza con la  primavera en su esplendor. Casi podía sentir fluyendo  la alegría de la sangre por las venas, la elevación del espíritu, la cadencia suave de las cosas, las ganas de saltar un poco, las ganas de llevar en brazos a alguien perdiendo peso o de volar como una pluma.

Me llegó el aroma intenso del árbol en flor como una colonia natural, antes de que el perfume de las damas confundiera mis sentidos.  Al anochecer empezaron a aparecer invitados camino al estanque  iluminado con  farolillos que  duplicaban su efecto en el espejo de la lámina de agua. Vi algunos  invitados que se  dirigían al embarcadero algo ebrios. Se iban subiendo a una góndola sobrecargada, salpicando a las damas, entre risas y cisnes despistados que paseaban por el recinto.  Allí, fui  testigo del coqueteo de una de las hijas de la duquesa con un hombre de gran fortuna, mientras sonaba la música de Boccherini, a modo de pasacalles. Desde allí vi el abejero, y sus escalas sociales, con las obreras trabajando y la reina a lo suyo. Lo de la reina y el vestido de la duquesa me trajeron a María Antonieta a  la memoria, cuya fama de manirrota y caprichosa precipitó su paso por la guillotina hacía poco. Sentí grima.  La diosa del amor seguía aún  con pulcritud blanca bajo el templete  circular del promontorio iluminada por la luz de la luna. Alguien corrió la voz, de que el ejército napoleónico estaba a tan solo dos horas de Madrid. Pensé  que podíamos refugiarnos en el fortín, en el búnker, en el castillo medieval,  pero ningún lugar nos valía por la sencilla razón de que todos eran falsos y de juguete.

Vi como sacaban los cuadros de las dependencias del palacio.  Los caprichos de Goya. El aquelarre. Las brujas. El asalto de la diligencia. El retrato de la hija de la duquesa. Vi a la misma duquesa embalando las obras. Decidí quedarme. Me dirigí a la ermita, y me asusté con el ingenio del autómata que seguía realizando sus  oraciones. Me metí en el laberinto a esconderme y desde allí vi la luna casi llena. Sentí miedo.  Vi salir al ministro, al banquero, a un torero famoso, a Boccherini, a algunos arquitectos franceses, intelectuales, Floridablanca, el conde de Aranda, a la marquesa de Villafranca, al yerno de la duquesa y al hombre de la gran fortuna los vi marchar a la carrera.   Los mismos duques pusieron un candado cutre a la verja y  salieron de allí a dejando el parque a su abandono y listo para su decadencia.   Vi como la naturaleza se iba desordenando. Como los recortados laureles del laberinto se desmadejaban. Como el boj y los cipreses iban perdiendo sus formas geométricas. Como los estanques y las fuentes se iban cubriendo de hojas secas y de una especie de moho provocado por la falta de renovación. Vi el césped abandonado, las hiedras, avanzando por las paredes del palacio, el musgo en los granitos. Vi cómo se instalaban los militares  franceses en las dependencias del salón de baile, vi a su  coronel en el palacio habitándolo de un modo torpe e inadecuado. Vi los bustos de piedra de los emperadores romanos de la plaza de la exedra con las narices rotas y alguno caído de su pedestal. Vi como caía la cúpula de algunos  templetes. Vi como el hierro dulce del puente se iba oxidando y perdiendo su consistencia. Incluso el laberinto era ya irreconocible. Me senté en un banco decadente y enmohecido, con las enredaderas trepando por las ruinas y sus muros. Miré mi casaca vieja y desgastada, mi pelo largo y descuidado, empezó a llover con fuerza, y me abandoné a la suerte y a mi locura.

Parque del Capricho. Paseo de la Alameda de Osuna s/n. Visitable sábados, domingos y festivos de 9 a 21 h.